Sin sentir una pizca de frío, a pesar de las gotas diminutas y profusas que luchaban entre sí afuera en la calle, dejé el saco, el vestido y lo impensable en la alfombra de la habitación. Me envolví en unas sábanas ajenas que olían a vainilla y lo miré con la misma duda que observé en su rostro cuando me tomó de la mano esa primera vez; no sabía bien qué hacía ahí, estando tan lejos y a centímetros suyos. Sentí dos dedos recorriendo mi espalda después de haberme dado vuelta, y di libertad a sus manos para apoderarse de mi cuerpo sin dejar que note las lágrimas que brotaban de mis ojos y se perdían en su cabello.
Media hora después mi rostro perdido estaba siendo ahogado por el humo del cigarro que iba consumiendo.
Me preguntaba, qué de malo habría en esto? Nada para mí, pero sí para su conciencia.
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