Sé que te quedas callado porque no deseas herirla al asentir o negar con la cabeza. Ni siquiera te inmutas. Sólo escuchas las quejas de la mujer que te habla; la que se queja en susurros para que nadie más la oiga y pueda dirigirse luego al resto y a ella, en especial, con hipocresía. Atiendes a lo que dice, callado y con tu mirada comprensiva. Esas palabras no solo la lastiman a ella si no también a ti porque hay un fuerte lazo entre los dos.
Al retirarte piensas en que probablemente lo que haya dicho sea cierto y te preocupas. Se nota en tu expresión. Te gustaría saber qué es lo que sucede, porqué ha decidido enfrascarse en tantas lecturas y en ese insólito aislamiento por el que ella, voluntariamente, debe enjugar sus lágrimas en soledad. Quisieras acompañarla. No. Mejor cogerla de los hombros y zamaquearla con ímpetu, despertarla y por fin sacarla de esa modorra inquietante que tanto te perturba. Pero no te atreves. Inhalas y exhalas. Piensas que es mejor darle un espacio a la reflexión. Tal vez un día entienda. Solo esperas que ese día no tarde otro par de décadas más.
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